Misael Sánchez
Por las ventanas sucias de la redacción entraba la luz vieja de una tarde cualquiera. Había olor a tinta reseca, a reveladores, a papel que ya no importaba y a café recalentado. No parecía un lugar donde pudiera empezar algo grande. Pero así es Oaxaca y así es el periodismo, empieza sin avisar.
Allí llegaron los estudiantes —jóvenes con libretas limpias, mochilas con parches de rebeldía domesticada y ojos que aún no han visto la derrota verdadera— para hacer preguntas sobre un periódico local, de esos que vivían al filo de la quincena y mueren cada día un poco más en las manos de una comunidad que ya no lee.
El reportero los recibió con una sonrisa que no era del todo suya. Una mueca más cercana al cansancio que a la cortesía. La charla, que debía durar una hora, se convirtió en un exilio prolongado en una sala universitaria, años después, justo cuando el mundo comenzaba a sospechar que el aire podía matarte.
Allí, por la avenida Juárez, cerca de lo que era la Casa Oficial, entre pupitres raspados y ventiladores que apenas giraban, la memoria hizo su trabajo, traer de vuelta no un manual de estilo, sino una confesión.
Y es que no es fácil ser reportero. No, señor. No es cosa de salir con una grabadora y escribir lo que se escucha. Ni de hacerse el listo en ruedas de prensa. El reportero es un perro callejero, un cazador de historias ajenas, un infiltrado perpetuo. Pero la primera gran exclusiva no está en la política, ni en los feminicidios, ni en los fraudes. Está adentro de uno. Se trata de abrirse el pecho y entender por qué demonios uno quiere contar lo que cuenta.
—Antes de ser periodista, muchachos, tienen que parecerlo —dijo el reportero, y en su voz había más resignación que altivez—. Y no me refiero al chaleco ni a la libreta. Me refiero a que tienen que ser capaces de mirar a alguien a los ojos sin creerse mejores. Porque el ego es lo primero que se rompe en este oficio.
Uno de los estudiantes alzó la mano, tembloroso, como si estuviera por hacer una pregunta estúpida. Pero no lo era.
—¿Y cómo se hace eso, profesor? ¿Cómo se aprende a no juzgar?
El reportero se quedó en silencio. Miró al suelo, como si allí hubiera una respuesta escondida. Y entonces, como quien recuerda algo que duele, empezó a contar una anécdota.
Era sobre una mujer que conoció en el reclusorio. Una trabajadora sexual detenida por portar droga que no era suya. La entrevistó para un reportaje sobre las condiciones carcelarias. Ella le habló de su infancia, de su hijo, del terror de las noches sin nombre. Él, al principio, pensó que ya tenía el ángulo. Pero entonces ella le preguntó si alguna vez había tenido que vender algo que odiaba, solo para sobrevivir.
—Esa noche no dormí —dijo el reportero—. Porque entendí que yo también lo había hecho. Había vendido palabras vacías, titulares morbosos, sensacionalismo. Y todo porque no me había detenido a mirarme.
Fue ahí donde la charla se convirtió en algo más. Ya no era una clase. Era una rendición.
“Conócete a ti mismo”, les dijo. No como consejo académico, sino como advertencia existencial. Porque para ser reportero no basta con tener olfato. Hay que tener alma. Y no un alma cualquiera, sino una lo suficientemente flexible como para entrar en las heridas de otro y salir sin contaminarse de juicio.
Metáforas no faltaban. Dijo que un periodista debía ser un prisma, como les enseñan desde la secundaria, dejar que la luz de una historia lo atraviese y luego proyectarla sin distorsión. También comparó el oficio con caminar descalzo sobre brasas ajenas, si no aprendes a soportar el dolor, terminarás quemando las historias que tocas.
La mayor parte de lo que se dijo aquella tarde eran respuestas. Preguntas de jóvenes aún intactos. No sabían que pronto llorarían frente a una hoja en blanco o que dudarían de su propia voz. Pero el reportero no buscaba darles certezas. Solo quería advertirles.
Porque este oficio no se enseña en las aulas. Se aprende con el estómago, en la calle, oliendo la sangre seca de los reportajes que nunca se publican. El periodista no es un escritor. Es un testigo. Un cronista de lo que otros quieren olvidar. Un todólogo sin consuelo.
Y, sin embargo, hay belleza en eso.
—Si no aprenden empatía, no escriban —dijo, ya casi en un susurro—. No tienen derecho. Este oficio no es para vanidosos. Es para los que se rompen por dentro cuando alguien les cuenta su verdad. Es para los que lloran en silencio, pero escriben con firmeza.
Cuando terminó, no hubo aplausos. Solo un silencio espeso, como de misa. Los estudiantes se miraban entre sí, como si acabaran de descubrir que iban a convertirse en algo más que redactores. En algo más que periodistas.
Y el reportero, mientras guardaba su libreta, pensó que tal vez había valido la pena. Porque si un solo estudiante lograba salir al mundo y mirar al otro con humildad, entonces todas esas historias —las buenas, las malas, las que dolían— habrían servido para algo.
Así terminó aquella charla. No con respuestas, sino con una consigna, que el verdadero periodismo empieza cuando uno deja de escribir para sí mismo, y empieza a sentir por los demás.
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