Misael Sánchez
No se crean. El periodismo no es lo que dicen los libros ni lo que muestran las películas. No tiene nada de glamour y mucho de miseria, literal y metafórica. Es un oficio de frontera, de trincheras sin gloria. Una trinchera de cuaderno en mano, zapatos polvorientos y grabadora prestada.
Un arte que no siempre paga, pero siempre marca. No se vive del periodismo, pero se vive para él. Y eso, para quien lo ha ejercido con decencia, con pasión contenida y desdén hacia el oropel, vale más que todos los titulares en primera plana.
Corría el tiempo en que no existían teléfonos inteligentes, y lo único inteligente en una sala de redacción era la mirada suspicaz de quien sabía que la nota de hoy era la misma de ayer con nombres cambiados. Las plumas Bic eran extensión del brazo, las libretas una segunda memoria, y los codos se apoyaban en escritorios tan frágiles como los sueldos.
Aquel que comenzaba en la nota roja o en la fuente de salud, aprendía rápido que la noticia no es lo que se dice, sino lo que se esconde detrás del boletín. Y que el verdadero periodismo empieza cuando se acaba el parte oficial.
El reportero, ese personaje de mirada entrenada y cinismo amable, sabía moverse entre órdenes de trabajo como un tahúr en la cantina. Nunca eran cinco las notas del día, aunque el jefe dijera que sí. Uno elegía la más fácil —por sentido de supervivencia—, porque el cuerpo no alcanza y el salario tampoco. Las demás eran retazos de oportunidad, posibles historias para días flacos o para cuando el director ya había cobrado el convenio y no se acordaba de enviar a nadie.
La fuente no era un lugar. Era un campo de batalla. Gobierno, congreso, juzgados, seguridad pública, salud, educación, limpia —vaya eufemismo para hablar de la basura institucional—.
Como pastel mal repartido, cada uno tenía su porción de poder a cubrir. Y más le valía protegerla. En provincias, los reporteros se adueñaban de su fuente como si fuera rancho. Nadie se metía con la nota de otro. Había códigos, lealtades, y sobre todo, hambre. Hambre de justicia, a veces; de verdad, otras; de respeto, casi siempre.
Pero entre todas las coberturas, había una que nunca debía faltar, la de la gente común. El tipo que llegaba a la redacción con la mirada descompuesta porque no le daban consulta en el ISSSTE, la señora que pedía ayuda para encontrar a su hijo desaparecido, el maestro jubilado que denunciaba que no le pagaban desde hacía seis meses. El periodismo de provincia no sería nada sin esos rostros anónimos que confiaban más en un redactor con maletín roto que en un diputado con fuero.
Aquel periodismo tenía algo de misericordia y mucho de osadía. No se trataba de salvar al mundo, sino de no dejar que lo jodieran más. Se publicaba lo que se podía, se investigaba lo que no daba miedo, y se sugería lo que se sabía que no iba a tener consecuencias judiciales. Pero, aun así, había que tener nervios de acero y la piel más gruesa que la portada del diario.
Escribía uno con prudencia, no por falta de valor, sino por conciencia del entorno.
Porque no hay oficio más peligroso que el de informar a una sociedad que prefiere la calma del silencio a la incomodidad de la verdad. Y, sin embargo, cuántas veces uno salía del taller —así se llamaba la redacción en aquellos días— con la certeza de haber hecho algo útil. Aunque fuera dar voz a un campesino, ponerle nombre a una injusticia o incomodar a un funcionario de corbata lustrosa y manos sucias.
Los jóvenes creían que un periodista escribía sin errores. Error común. Se escribe mal, mucho y seguido. Se corrige como quien barre una calle de tierra, sabiendo que al día siguiente estará igual de sucia. La redacción era lucha constante, batalla contra el lugar común y la coma mal puesta. Pero también era el espacio donde se forjaban las lealtades más firmes y los odios más duraderos. Porque en la prensa, como en las guerras, uno aprende a desconfiar del silencio.
Me sugirieron que un día cuente cómo se convencía al editor para poner una nota en ocho columnas. Tal vez lo haga. Pero antes hay que hablar del cigarro apagado en el cenicero de la redacción, del café rancio, del olor a tinta y desesperanza, de los gritos del jefe de información y de la extraña dignidad que da saberse pobre pero útil. Porque eso era ser reportero en un periodiquito de provincia, un acto de fe diario, un oficio de resistencia, una forma extraña de amor al mundo.
Y sí, no se crean. Porque a veces, cuando uno se lo cree demasiado, deja de ser periodista para convertirse en empleado del poder. El buen reportero nunca se lo cree. Todavía digo que un buen reportero no va por el boletín. Solo trabaja. Observa. Pregunta. Escribe. Y calla cuando hace falta. Así, sin más. Como se callan las cosas importantes.
agenciaoaxacamx.com